“Querido hermano.” – Reseña de amador palacios
Palacios, Amador. Querido hermano.
Frontera D, 15 diciembre, 2023
“querido hermano.”
Abadía San Isidro de Dueñas, Palencia, 15 de diciembre de 2023
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Otra vez vuelvo a estar hospedado en una abadía cisterciense (según parece la orden trapense es mi preferida), esta vez en San Isidro de Dueñas, a unos pocos kilómetros de la capital palentina. Anteayer di una conferencia en Palencia sobre el poeta Gabino-Alejandro Carriedo, del cual se ha cumplido el centenario de su nacimiento, y antes de regresar a Cuenca he querido descansar en este monasterio tres días. Ya lo he dicho en distintas ocasiones: que me encuentre albergado en estos sitios, con cierta asiduidad, es en mí una contradicción. Lo es en cierto modo. Asisto a algún oficio, especialmente al de Completas, el que me proporciona más sabor; y no me desagrada , aunque con alguna reserva, la liturgia establecida (la estancia, empero, me agrada mucho); si me toca rezar en las comidas, agradeciendo el alimento, lo hago. Aquí los huéspedes tenemos el lujo de poder utilizar una capilla privada, adonde me dirijo a ratos para leer en completa quietud.
Pero mi fortaleza en la creencia es débil. No importa dudar mucho, ni que cueste aceptar la trascendencia de un Jesús de Nazaret sobrepasado como ese individuo «mortal» al cual parece referirse el historiador judeo-romano Flavio Josefo, ni saber que los organizadores del cristianismo, después de cuatro siglos vacilando, lo hiciesen dios. No importa discutir si las sagradas escrituras son textos revelados, ni seducirse por la sentencia de Fernando Pessoa: «Pensar en Dios es desobedecer a Dios». Porque Dios, sobre todo, es un misterio. Está bien todo eso, todo esto es correcto, pero me falta el tono intelectual de una fe que quisiera tener. He consultado algunos libros de tema religioso escritos por interesantes autores, unos volúmenes depositados en la pequeña pero selecta biblioteca de la abadía ofrecida a los huéspedes. Autores que cuestionan con mucha lucidez algunas convenciones; autores situados en posturas, si no heterodoxas, sí contestatarias: Leonardo Boff, Raimnon Pannikar, Fernando Savater, Franz Jalics, y hasta Epicteto. Me han llamado la atención los escritos de alguien al que traté: el sacerdote, buen literato -narrador y poeta- y periodista José Luis Martín Descalzo, que cubrió las noticias del Concilio Vaticano II; nacido en Madridejos (Toledo), al que incluí en una antología que edité de poetas toledanos. Copio esta cita de él antes de pasar a otro asunto: «Jesús sigue siendo, aun para los cristianos, el gran desconocido. Sabemos, tal vez, de memoria sus palabras, pero las hemos previamente desposeído de cuanto tenían de fuego y quemadura.»
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La recreación de un personaje histórico vertido en una novela, máxime cuando ese personaje es antiguo y sólo pervive de él una parca memoria proporcionada por unos carcomidos legajos, esa recreación -digo- es muy gozosa para el lector, ya que en esa renovación no se encuentran más que ventajas, como la de seguir una trama, la de poder ambientar en un fecundo saber histórico el establecimiento de los avatares que esa ficción admite y la de engrandecer la condición humana del personaje, su accesible psicología gracias a la pericia del novelista si el novelista sabe conformar una manejable humanidad, dotando a dicho personaje de verosimilitud, como si fuera documentalmente cierto, para la creencia del lector, lo que la novela cuenta.
Se crea así una perdurable realidad no sólo para la literatura, sino también para que la historia alcance la deseable flexibilidad de mostrar una fábula con visos de verdad, no importándonos la leyenda que subyazga en ella, sobre todo si el desarrollo de esa leyenda consigue ocultar la técnica ejercida para que aflore esa leyenda, presentándola como evento natural. Diciendo esto, se me vienen a la memoria las espléndidas recreaciones de césares romanos, de Marco Antonio, del rey bíblico David, realizadas por Allan Massie, asumidas, diría yo, como auténticas biografías. Eso es lo que sentí cuando leí la emocionante novela de Massie Tiberio; tan palpable que me creí todo lo que el autor decía, transformándose esa convicción mía desde luego en un gran logro obtenido por el escritor.
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Esas virtudes que recrean, muy fructíferamente, un nombre histórico en una novela se han alcanzado en Querido hermano, de Luz González, publicada su primera edición por la madrileña editorial Huega & Fierro en 2013 y que ahora tengo entre las manos. La obra reproduce el abundante epistolario ficticio entre el obispo Diego Ramírez de Villaescusa y su hermana Sara. El primero (Villaescusa de Haro, 1459-Cuenca, 1537) fue una figura señera, como destaca la contracubierta del libro, en la Corte de los Reyes Católicos, siendo Capellán Mayor de la hija de éstos, la llamada Juana la Loca.
De Diego Ramírez de Villaescusa se sabe poco. Estudió latín de niño con un licenciado de Garcimuñoz, pueblo próximo al suyo. De buena familia, marchó a la Universidad de Salamanca, donde fue alumno aventajado de Antonio de Nebrija. Allí fundó el Colegio de Santiago, habitualmente llamado de Cuenca, pues le tiraba la tierra. Ejerció un notable mecenazgo artístico. Fue persona importante, como hemos dicho, en la Corte de Isabel y Fernando. Se le nombró presidente de la Chancillería de Valladolid, una suerte de Tribunal Supremo de hoy. Carlos V sospechó de él en el conflicto de las Comunidades de Castilla y lo destituyó del cargo, aunque él se refugió en el regente Adriano de Utrech, preceptor del monarca, que enseguida fue nombrado papa como Adriano VI, siendo entonces Diego Ramírez prelado suyo en Roma. Obtuvo tres obispados: el de Astorga, el de Málaga y, ya en retirada, hasta su muerte, el de Cuenca. Y escribió, pero la mayoría de sus escritos están perdidos.
La historia viene de una anterior novela de Luz González, La Casa de las Conversas. El secreto de la puerta azul, donde Diego Ramírez tiene, en principio, una hermana de leche que luego resulta ser hermana de padre. Los dos, de linajes diferentes (él de familia acaudalada, la de ella, si no pobre sí más sencilla) pasan la infancia juntos educados por Catalina, la abuela de la hermana, aunque no es verdaderamente su abuela, una mujer judía que huyendo de Toledo se hizo cristiana en Villaescusa convirtiéndose al cristianismo, en realidad imbuida del sincretismo de cualquier creencia, porque Dios no hay más que uno, el Único, se llame como se llame, que ella decía.
La novelista hace recorrer en su libro el tiempo cronológico de los azares del hermano, un clérigo ambicioso que cobra buen dinero por sus cargos, aunque, como él mismo dice, «las riquezas sólo las quiero para servir al prójimo, que en esto soy fiel seguidor de fray Hernando.» Ya que Diego Ramírez tuvo como maestro a fray Hernando de Talavera, confesor de la reina Isabel, liberal, contrario a la Inquisición y que alguna vez se jugó el puesto, y el tipo, por sospechoso de herejía.
La novela refiere, sobre todo en boca del obispo, muchos detalles históricos (es una obra muy documentada) llevados a certeras confidencias. Puede haber, en honor al talante aperturista del personaje que la creadora del relato quiere infundir, alguna desmesura, especialmente en lo tocante a la relación de Villaescusa con Erasmo de Rotterdam, los hermanos Valdés y todo lo que huela a alumbrados y a reformismo luterano, pues Diego Ramírez se ciñó siempre a la ortodoxia. En todo caso, fue la persona virtuosa que en este libro se manifiesta. Luz González ha creado la hermana apócrifa en su narración -como Virginia Woolf, según se aclara en la contracubierta de esta edición, adosó a William Shakespeare una hermana imaginaria, en Una habitación propia, de la autora inglesa- para resaltar la virtud, la inteligencia y la sabiduría de las mujeres en una sociedad que hacía que esos merecidos honores quedasen ocultos ante la impetuosa visibilidad masculina. Sara, sin dejar de residir en Villaescusa, es una mujer docta, sabe latín, es gran lectora (lee todas las valiosas obras que le envía su hermano), grande conversadora y gran gestora de su pequeña empresa familiar, que funcionando bien por la lana que exportan, es ejemplarmente caritativa, dando trabajo a mujeres necesitadas.
Las cartas van corriendo a través de los sucesos: nombramientos de Diego Ramírez, sus incontables viajes y estudios, los movimientos de la Corte, muerte de Catalina, muerte de la reina Isabel, pormenores de convivencia en Villaescusa, la meteorología de la comarca, vicisitudes del saneado negocio de Sara y su madre. El tiempo se consume, las personas se agotan; el tiempo y las personas se extinguen a la vez.
El «Epílogo» de Querido hermano es especialmente emotivo. Porque la novelista Luz González ya deja de copiar las cartas intercambiadas entre los hermanos y transcribe algún muy tierno pequeño diálogo mantenido entre ellos con escogidas expresiones cargadas de completa piedad. Diego se recluye en su obispado de Cuenca –haciendo muchos favores en su diócesis y hasta disfrazándose de ‘normal’ para socorrer a los enfermos-, desprovisto de todos los cargos que le ha quitado el Emperador, quien no le castiga por creer que quería ayudar a los Comuneros; le devuelve el dinero que le había confiscado y se olvida de él. Sara, muerta su madre después de Catalina, abandona Villaescusa y se va a vivir con su hermano a Cuenca, aunque sin residir en el Palacio Arzobispal.
Diego Ramírez de Villaescusa, cuenta su hermana, «en nuestra tierra volvió a codearse con gente modesta». Y refiere que «en mi casa, que daba al río, se celebraban tertulias y a mi hermano le gustaba que yo hablara latín con los asistentes». Él presumía de que ella hablaba mejor nuestra lengua madre que muchos clérigos y teólogos. Diego Ramírez falleció en Cuenca en la madrugada del 11 de agosto de 1537, mientras las lágrimas de San Lorenzo hacen de las suyas. En la víspera -Sara desapercibida del tan próximo final-, el obispo se confiesa a su hermana diciéndole que antes de saber que eran hermanos de verdad, creyendo que sólo eran de leche, estaba enamorado de ella y la deseaba.
«Gracias a Dios no caímos en tal pecado a pesar de que hubo ocasiones para ello. Y lo que pudo parecer un mal fue mi salvación. Gracias a ti he mantenido el celibato toda mi vida. En el momento de las tentaciones se imponía tu recuerdo, tú me ayudabas a no caer. Si no era contigo, no valía la pena la caída». A lo que su hermana le responde: «No eras tú el débil, Diego.» Estas gráciles expresiones abren el punto final de esta sugerente novela. El alto personaje de la época Diego Ramírez de Villaescusa se lee con más soltura, yo lo leo con más soltura que en esos estudios, sin desmerecerlos, atestados de notas a pie de página. Y su hermana Sara, provechoso invento de Luz González, es, sencillamente, un delicioso regalo.